Zaragoza sueña fuerte
Zaragoza 14 de Octubre de 2025
La ciudad no nace solo de ladrillo o asfalto. No basta con tener casas, calles o plazas; lo esencial es lo que ocurre entre ellas. Nace de voces. Lewis Mumford lo dijo hace casi un siglo, y sigue siendo verdad hoy: la ciudad es, ante todo, el lugar de las conversaciones significativas, de los encuentros, de esas intersecciones entre personas, ideas, contradicciones y esperanzas que tejen los que somos.
Las ciudades viven cuando alguien se detiene a hablar, cuando una palabra encuentra eco y un silencio tiene sentido. En estos días de Fiestas del Pilar, esa conversación vuelve a escucharse. Paula Ortiz, en su pregón, recordó que Zaragoza es “foro, asamblea y hogar”. Y esas tres palabras, tan sencillas, resumen una filosofía entera de lo urbano: el foro como lugar del encuentro, la asamblea como ejercicio de escucha, el hogar como refugio de la ternura y los cuidados. Mumford y Ortiz, separados por décadas, coinciden en algo esencial: la ciudad no solo aloja al ciudadano, lo reconoce.
No solo acoge, también escucha. En tiempos de ruido y prisa, ese reconocimiento es un acto político y humano a la vez. Porque la conversación significativa surge cuando lo íntimo emerge al espacio público. Cuando los déficits —la falta de profesores, de médicos, de centros de juventud— dejan de ser silencios invisibles y se convierten en parte del relato colectivo.
Cuando las vergüenzas del mundo —las guerras, los genocidios, las migraciones forzadas— dejan de ser noticias lejanas para tocar el alma de las calles. Ortiz lo expresó con una frase que debería grabarse en las fachadas: “Somos foro, somos asamblea, somos hogar… agradecida aunque falten cosas.” Esa es la medida real de una ciudad: no solo lo que celebra, sino cómo asume sus ausencias.
Una ciudad viva se mide también por sus espacios de conversación. No hablo solo de los foros institucionales, sino de los lugares donde la vida se cruza: las calles, las plazas, los bares, los mercados, las aulas, las bibliotecas. Allí donde las personas de distintas generaciones o sensibilidades se encuentran sin planearlo y, por un instante, se entienden.
La conversación no es un lujo: es el alma de la ciudad. Aquí lo llamamos capazo: ese encuentro fortuito, ese diálogo improvisado que detiene el tiempo y reafirma lo humano. En cada capazo hay memoria, afecto, gratitud. No hablamos de política en mayúsculas, sino de hijos, de trabajos, de jubilaciones, de vida. Pero todo es profundamente político: una comunidad que se pregunta, que se cuida, que se reconoce.
El capazo es, quizá, el emblema de la Zaragoza que sobrevive a la velocidad del siglo XXI. En un tiempo dominado por pantallas y algoritmos, el capazo es un acto de resistencia: un minuto de humanidad en mitad del tráfico. Es la ciudad respirando por sus propios poros.
Lewis Mumford decía que el espacio urbano no es solo soporte de la vida social, sino su escenario: el lugar donde lo humano se vuelve reflexivo, donde la comunidad se piensa a sí misma. En Zaragoza lo vemos cada año en los balcones del Ayuntamiento durante el pregón: las multitudes escuchan, aplauden, callan. Porque no basta con ser escena; hay que ser escenario que reconoce al actor, que acepta la crítica, la pregunta, el desacuerdo.
Una comunidad sana no es la que solo celebra, sino la que se atreve a soñar fuerte, como dijo Ortiz: “La ciudad que no abandona a los débiles; la que cuida a quienes nos cuidaron; la que acoge a los que llegan sin preguntar y a los que están por venir.” Soñar fuerte es, en estos tiempos, la forma más valiente de resistir.
Para construir estas conversaciones, entiendo que hay que: 1. Reconocer la carencia como parte del relato, mostrar sin miedo lo que falta. 2. Cuidar los espacios de encuentro: plazas, teatros, bibliotecas, parques y centros culturales que son los pulmones de la conversación y la imaginación. 3. Practicar la escucha como política. Escuchar lo que duele, no solo lo que funciona. La democracia es el diálogo cotidiano. 4. Soñar fuerte: construir futuros posibles con cultura, ternura y dignidad.
Zaragoza tiene la oportunidad —y la obligación— de seguir siendo una ciudad de conversaciones. Durante las Fiestas del Pilar se ve con claridad: las calles se llenan, sí, pero lo que realmente las ilumina no son las flores, las luces ni los fuegos artificiales, sino las palabras compartidas, las risas, los reencuentros. Una ciudad no es un decorado, sino un cuerpo vivo que late cuando se mira a sí misma. Que respira cuando sus habitantes se hablan.
Por eso sigo creyendo en la ciudad de los capazos: esa que se detiene, que se reconoce, que sueña. La que conversa con sus heridas y sus esperanzas. Porque mientras haya alguien dispuesto a escuchar y otro que se atreva a hablar, Zaragoza —y cualquier ciudad del mundo— seguirá viva.
Fuente: El Español

